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La cesta está vacía

AMARGAMA (Lista Literaria)

Una lágrima en el cielo

 

El viejito frisaba los ochenta, y había enviudado en la primavera de dos años atrás, cuando su mujer, tras más de cinco décadas de matrimonio, falleció un caluroso nueve de abril mientras dormía. Al despertar y ver el cuerpo tan quieto, tan plácido, con tanta paz, no se sorprendió. Como si ya lo hubiera notado durante la noche, y el resto de su sueño hubiera estado preparando su espíritu para lidiar con la realidad. Como si, durante toda su vida, hubiera sentido que no la merecía. Que levantarse a su lado cada mañana era demasiado bueno para ser cierto, un sueño, del que acababa de despertar.

    Hubo un duelo, un funeral y un velatorio. Fue la única ocasión en más de una década que sus hijos y nietos iban a visitarle a la vez, y eso… eso le aportó una felicidad y una tristeza profundas. Pero el viejito no derramó ni una sola lágrima. No era capaz.

    Varios días se quedaron con él en su vieja casa del pueblo, pero la ajetreada vida seguía su curso y pronto le abandonaron, de modo que el viejito, a sus ochenta años, se quedó solo por primera vez en su vida.

    La soledad y el silencio pesaban sobre sus huesos. Veía reflejos de su mujer en el balanceo de la mecedora del porche, donde solía sentarse a leer. Escuchaba su risa, juvenil a pesar de los años, en el susurro de las cortinas al aire.

    El sol del atardecer era una lágrima inmensa que el cielo derramaba por su tristeza. Al caer la noche, era como si el cielo cerrase los ojos. Entonces el viejito también los cerraba, y se sumergía en su mundo interior, donde todavía estaban juntos. 

   Se pasó una semana moviendo todas las cosas de su difunta mujer al viejo cuarto de su hijo mayor, hasta convertirlo en todo un museo del recuerdo.

    Normalmente, iban juntos al cine a ver esas películas modernas que tanto le encantaban a ella, y luego iban a tomar unas bravas y un vino en el bar de la plaza. El viejito continuó haciéndolo. En el cine le dejaron gratis las palomitas, y en el bar le invitaron a los perritos calientes “para siempre”. Ambos suponían que no sería demasiado tiempo.

    El resto del tiempo, el viejito se dedicaba a limpiar con esmero. Quitaba los cristales de las ventanas, levantaba los muebles, usaba la uña para llegar a los surcos entre baldosas y hasta ordenó el trastero repleto de oropeles de épocas lejanas. El trabajo físico le ayudaba a dormir por las noches.

    Cuando ya había limpiado lo limpio, empezó a hacer algo que siempre había querido probar... 

...construir maquetas.

    De lo que fuera: barcos, aviones, coches antiguos e incluso cohetes espaciales. Había sido jefe de ventas en una pequeña fábrica de mármol durante más de treinta años. Los números nunca se le habían dado mal, pero era torpe con los dedos. Empleaba un día entero en terminar una sola maqueta. Rompía piezas, o las ponía mal y tenía que volver a desmontarlas. Sus dedos cogían habilidad sin prisa, pero no le desesperaba: su torpeza le obligaba a estar plenamente concentrado, y permitía que el tiempo fuese algo más ligero.

    Y así, un día cualquiera, en mitad de aquella intensa concentración... se descubrió a sí mismo llorando a lágrima tendida.

    A partir de ese día, le ocurrió más veces mientras construía las maquetas.

    Entonces se miraba las manos llenas de manchas y lágrimas, y pensaba en el amor. Se preguntaba en qué momento había pasado toda su vida. Por qué no la había abrazado todos los días. Se sumía en profundas reflexiones, y alcanzaba una cierta paz extraña en la incertidumbre absoluta. Rendido a la carencia de respuestas.

    Al viejito no le gustaba la televisión, ni los libros. Pero al poco de su primer llanto se descubrió escribiendo unos versos sencillos. Le sentaba bien, aunque nunca volvía a releerlo. Nunca había cultivado la lectura. Tal vez fuera culpa de su difunta esposa, que espiraba tanta paz mientras leía que convertía en estupidez el hecho de apartar la mirada de ella para ponerla en algo tan plano como una hoja. Se preguntaba si alguna vez le habría expresado todo ese cariño que ahora sentía.

    Una vez al mes, le visitaba algún hijo, que estaban siempre pegados al móvil, y tenía la sensación de que, si para él la vida había pasado rápido, para sus hijos sería incluso peor.

    No se lo habían dicho, pero él sabía que se turnaban para hacerle compañía. Solían ser reuniones apresuradas, en las que el viejito apenas abría la boca. Dejaba que sus hijos hablaran de sus vidas cotidianas, sus quejas y sus problemas. Le gustaba simplemente escuchar.

    Uno tras otro, mes tras mes, le sugerían sutilmente llevarlo a una residencia. Para quitarles las ganas de hablar del tema, el viejito les insinuaba que si se mudaba de allí era para irse a vivir con ellos. Solo le aceptó la pequeña, Gloria.

    Reflexionó en cómo había sido su vida como padre y recordó sus gritos innecesarios, las  severas exigencias, la falta de atención. No sentía culpa ni remordimiento, pero sí una cierta ternura por sí mismo. Lo hizo lo mejor que pudo. Se recordaba como un niño que no supo dar el amor que no había recibido.

    El tiempo iba pasando, y el viejito adquirió una gran destreza con las maquetas  sencillas (que ya se acumulaban apretujadas en el trastero), por lo que tuvo que decidió empezar con las más complicadas.

    El menor de sus nietos cumpliría seis años justo la semana antes de su próxima visita, y era un apasionado de los aviones, de modo que convenció a Jacinto, el de la tienda, para que le buscara una maqueta de edición limitada del avión Spad XIII C-1 a escala 1:124. Eso ya le restó la mitad de la pensión del mes. Sentía que sus nietos se hacían mayores, y quería que todos le recordaran con cariño. 

    Su empeño le hacía palpitar el corazón. En esos efímeros momentos de pasión concentrada, casi se sentía pleno. Casi la sentía a ella a su lado.

    Sin embargo, mientras trabajaba con afán, los pajaritos al otro lado de la ventana le miraban con tristeza. Porque aquella sería su última maqueta, y la visita de su nieto no sería en absoluto como esperaba…

     Cuando llegó, su hijo Carlos le dio un abrazo, como siempre, y le entregó un ramo de flores que el viejito colocó en un vetusto jarrón de la entradita. Miguel estaba junto a su padre, y apenas prestó atención cuando su abuelo se agachó para abrazarlo. Estaba embelesado con su grandioso y más deseado regalo de cumpleaños: una de esas tablets, en la que se entretenían los niños con juegos y vídeos honestamente extraños. Aún así, el viejito empujó a su nieto hasta el salón, donde, sobre la mesa redonda del comedor, reposaba un enorme bulto. Era la maqueta del avión, impaciente bajo una sábana de un armiño impoluto. El joven la miró un momento y antes de que volviera a bajar la vista a la pantalla, el viejito quitó la sábana de un ensayado movimiento amplio, dejando ver el perfecto Spad XIII C-1 a escala 1:124.

―Es un regalo para ti, Miguel ―dijo su padre, y el nieto prestó algo más de atención, pero ¿por qué perder el tiempo con un avión tan grande, que no podía volar, ni disparar, ni explotar de verdad, cuando en sus manos poseía cientos de aviones para hacer cabriolas increíbles?

El pobre chico no tenía la culpa de no estar en absoluto interesado en la maqueta que su abuelo había construido con tanto cariño. Miguel le dio un abrazo a su abuelo, por orden de su padre, y se fueron a merendar. Tras charlar un rato el viejito con su hijo (el niño seguía ensimismado en el cálido sillón de su abuela), Carlos anunció que debían irse, pues Miguel tenía que ir a un cumpleaños.

Cuando se marcharon, se les olvidó llevarse la maqueta.

El abuelo no se lo recordó. Era demasiado viejo como para entender. No querían un trasto en casa, menos aún el trasto de un trasto. El anciano regresó a su poltrona y miró por la ventana. El mundo había cambiado, y ya no quería cambiar con él. 

Poco a poco, las visitas fueron menores, hasta que un día, no recordaba muy bien cuál, y no mucho después de aquello, sus hijos dejaron de llegar. O tal vez, él había dejado de esperar. Lo último que recordaba era estar sentado en la mecedora del porche, viendo aquella gigantesca lágrima anaranjada caer despacio sobre el bello rostro del firmamento. Al caer la noche, fue como si aquél triste ojo cerrara su párpado de pestañas estelares, y el viejito ya no sabía si estaba meciéndose, o desvaneciéndose.

 

El Universo Perfecto

Cuando mueres, descubres que tú eres Dios. O por lo menos, eso es lo que se espera de ti.

     Despiertas aletargado, con el cuerpo entumecido y un extraño sabor a nubes en la boca. Estás sentado en una habitación blanca que necesita una capa de pintura. Ante ti se alza un jurado compuesto por cuatro entes divinos que te observan con expresión severa y toman apuntes en sus cuadernos. No recuerdas bien por qué, pero estás nervioso. Te sudan las manos. Miras atrás y ves una enorme pantalla en la que pone “fin”. En tu mano tienes un mando-láser para pasar diapositivas y un casco brillante en la cabeza que unos ángeles diminutos se apresuran a quitarte y llevarse volando.

     Poco a poco vas recordando qué ha pasado y, durante un instante, te sobreviene una sensación de agobiante infinitud al comprender que todos los recuerdos de tu vida mortal son falsos. No te llamabas Alfonso ni eras el humilde propietario de una librería en el centro de Alcalá de Júcar. Tu esposa Gloria y tus dos hijas, Amanda y Cristina, no siguen viviendo allá en la Tierra, llorando que un cáncer te apartara de ellas tras once duros meses de lucha. La Tierra, con todo su Universo, ni si quiera existe... todavía.

     Eres un ser humano, sí, pero en su estatus natural, que es el Divino, y como todo humano, has asistido a la Universidad de Arquitectura Cósmica para convertirte en el Dios de tu propia Creación. 

     Estás en el último curso y el examen consiste en presentar ante otros dioses ya reconocidos tu proyecto de humanidad. Llevas toda tu vida preparándote para eso, pues no basta con definir tu Creación en su momento cúspide de perfección; hay que desarrollar el proyecto desde la mismísima fabricación atómica en el inicio de los tiempos (en caso de ser un Universo Temporal), hasta las formas de vida más complejas y su expansión o no por el espacio o las diferentes realidades de la existencia. Y por qué.

    Una vez terminas la exposición, los dioses veteranos te colocan el casco simulador para hacerte vivir en el universo que pretendes crear. Te hacen experimentarlo como un ser vivo mortal, sin recuerdo alguno sobre tu verdadera naturaleza. Te reencarnas miles de veces a lo largo de los eones para que pruebes diferentes especies y etapas de la evolución (eso, al menos, si has decidido crear un universo “evolutivo” o con multiespecie).

    

En cualquier caso, sentirás en tus propias carnes el fruto de tu creación. Todo lo malo que ocurre en el mundo es por tu culpa, aunque no lo recuerdes. Y todo lo bueno, también.

     El simulacro tiene una eficacia casi óptima. Pero, en ocasiones, el avatar mortal del futuro Dios recibe un mal golpe en la cabeza, consume determinadas sustancias en exceso o tiene una epifanía en sueños (que no dejan de ser manifestaciones de nuestra naturaleza omnipotente colándose entre los limitados impulsos eléctricos del simulador) y el avatar mortal se hace consciente de su divinidad. Esto suele ser algo positivo, pues la Concienciación de la Grandeza que se oculta en los mortales es, en realidad, uno de los factores que aseguran una puntuación alta en el examen.

     De hecho, es difícil suspender. La flexibilidad de un Universo puede ser tan vasta como el Universo en sí. No existen requisitos sobre las capacidades biológicas de los mortales, sus grados de felicidad, inteligencia o moral. No importa lo absurdas que sean las leyes físicas, si existe la magia, sufren una agonía constante o son eternamente felices. Si en su historia logran conquistar el firmamento o no pasan de organismos unicelulares. 

     Solo hay una norma fija: la existencia de seres vivos (pues de lo contrario qué gracia tendría), y como norma no escrita, que tengan la capacidad de morir (aunque tampoco se ha puesto mucho empeño en definir los parámetros de la “muerte”).

La única forma de suspender es mediante la autoevaluación. Después de unos cuantos eones viviendo en tu propio mundo, tú mismo debes decidir si merece la pena hacerlo realidad. 

El objetivo último es la creación de un universo perfecto en el que reine la armonía. Una humanidad tan bien diseñada que en ningún momento de su trayectoria se vea obligada a recurrir a sus creadores en busca de respuestas.

     La mayor dificultad radica en que la mayoría se piensa que diseñar una humanidad es como plantar una semilla, y que puedes atender sus plegarias durante su crecimiento. Pero no es así. La Creación se parece más bien a un tiro libre en baloncesto. Hasta ese momento decisivo, has entrenado duro, has experimentado cientos de lanzamientos como ese… pero en cuanto el mundo abandone tus manos, pierdes el control sobre él. 

     El Creador no tiene control directo sobre su Creación una vez la ha puesto en marcha.

     Sin embargo, se ha descubierto que los propios seres vivos sí que pueden alterar su propia trayectoria en función de su comportamiento global. Si todos se van demasiado hacia un extremo u otro, el mundo se desequilibrará y tocará el aro sin que ni su propio Dios pueda impedirlo.

     Esta errática búsqueda de la armonía hace que los dioses más filosóficos se pregunten si no serán ellos mismos una sociedad inventada por algún otro Creador, pues su propia existencia se centra en una perpetua y casi agónica búsqueda de algo mejor. Y si ese es el caso, quiere decir que su Creador no puede ser el Auténtico Creador, pues de serlo, la suya sería una sociedad ya perfecta o, en su defecto, capaz de crear la perfección. 

     Ergo, la Realidad debe componerse de una sucesión jerárquica de Creadores que hacen lo que pueden por concebir algo mejor que ellos mismos. Ergo, somos víctimas del afán de inconformismo transferido por el Primer Creador. Ergo, en todas las sociedades existe el arte.

     Las pocas deidades que han seguido los derroteros de este pensamiento han acabado poniendo fin a su propia existencia, por lo que la mayoría prefieren no hacerse preguntas tan complejas, y se dedican a continuar incansables con sus investigaciones académicas en pos de un perfecto Universo.

 

 

 

EL VIAJE DE ELSA

 

Después de treinta años, María entra en la estación de autobuses de Madrid. Tras esperar unos minutos de cola, y pedir ayuda a una asistenta, saca su billete en dirección a Granada. Luego da un paseo por las tiendas y ve, en un escaparate, una ristra de pañuelos rojos con ornamentos dorados de flores muy parecidos al desgastado adorno que ella lleva enroscado en el cuello. Hace treinta años que María no vuelve a casa. Pero ya es hora de enfrentarse a su pasado, y encontrarse consigo misma.  
 

    En Granada, una joven de doce años llamada Elsa se pone de puntillas para meter bajo el cristal un par de billetes, con el que comprará su ticket a Madrid. Con sumo cuidado, dobla el papelito y lo guarda en uno de los bolsillos de su mochila. Es su cumpleaños, y el peor regalo que le pueden hacer sus abuelos es ese: irse a vivir con los titos de Madrid.  Elsa los odia por obligarla a irse, pero no le queda más remedio.
 

    María se compra una botella de agua y se sienta en una cómoda butaca de la sala de espera, pensando en cómo ha cambiado aquel sitio en treinta años. «¿Habré cambiado tanto yo?». Conoce bien la respuesta. De hecho eso es, en parte, lo que le hace volver. Coge una revista de moda y la ojea: por un lado, para dejar volar el tiempo, y por otro, para evitar pensar en su llegada a Granada. Una voz femenina le informa que debe dirigirse al andén once, donde su autocar está a punto de partir.

   Elsa camina en silencio. A pesar de la primavera, la lluvia repiquetea en el techo chapado de la dársena del andén once. El conductor ayuda a Elsa a meter la mochila en el portaequipajes, no sin antes sacar de ella la foto de sus padres. Luego, sin mirarla, el conductor rompe su ticket por la mitad, le da un trozo y le indica que debe ir al asiento 21. Mientras enfila el pasillo, nota las miradas de los demás pasajeros. «Espero que toque en la ventana».

    María toma su lugar en el sillón 21. Agradece estar junto a la ventana, pero claro, en clase en clase supra todos lo están. Observa el resto de viajeros subiendo a otros autobuses y se pregunta cuál será la historia de cada uno de ellos. Cuando el vehículo arranca, María se pone los auriculares, reclina el respaldo, se pone una película en su pantalla individual, pide a la azafata sus frutos secos y una copa de vino. Al poner el teléfono a cargar ve los más de diez mensajes de su secretaria. Pueden esperar. A continuación saca una pastillita de su bolso y se la toma con un sorbo de vino. A los veintisiete minutos de trayecto, María se queda dormida.

    Tras probar más de diez posturas diferentes, Elsa desiste en intentar conciliar el sueño. Apenas tiene espacio para estirar sus pequeñas piernas; a su lado tiene a una señora mayor que huele a sudor y nada más salir el conductor les informa de que la calefacción está estropeada. Hace mucho frío, y se ha dejado la sudadera en la mochila. Es entonces cuando Elsa comienza a enfadarse… con el conductor, con la señora mayor y con sus abuelos: los odia con todas sus fuerzas, por enviarla tan lejos. Pero la fuente de toda su ira son sus padres, por haber muerto en ese estúpido accidente, sin avisar ni despedirse, y haberla dejado sola para que la enviaran a un lugar desconocido. Saca la foto de su bolsillo: están los tres, siendo ella un bebé. La mira hasta que sus párpados se vencen. 

    El movimiento cada vez más ralentizado del autocar hace que María cierre la boca, despegue su frente de la ventana y se limpie la saliva de la barbilla, adormilada. «¿Ya es la parada?». Se detienen en una pequeña estación de servicio en mitad de ningún sitio. Otro autobús está llegando también, y aparca junto al suyo. Le apetece un café, pero si lo que quiere es seguir durmiendo y no pensar, será mejor evitarlo. Se pide un sándwich de pavo y mira alrededor en busca de algún lugar para sentarse. Entonces ve a una niña, sentada sola en una mesa apartada y con la mirada perdida en una foto cuadrada.

    Sin saber qué es, algo se le remueve en el corazón a María al contemplarla. Se acerca a ella y le dice…

—Hola, ¿puedo sentarme contigo?

    Elsa se guarda la foto y asiente.

    —Me llamo María, ¿y tú?

    —Elsa.

    —Es un nombre precioso.  ¿Estás sola?

    —Sí.

    —¿Y a dónde vas? No te he visto en mi autobús.

    —A Madrid. Desde Granada.

    —¡Fíjate! Yo al revés. ¿Y por qué viaja sola una chica tan dulce como tú?

    Elsa no responde.

    —Te entiendo, no tienes por qué decir nada. Yo tampoco viajo por gusto. Ya tenemos algo en común —se apoya en la mesa—. ¿Quieres que nos cambiemos? Nadie lo notaría.

    Una dulce risita se escapa de entre los labios de la chiquilla.

   —Ojalá. Pero no puedo volver. 

   María suspira.

   —Ni yo, otra cosa que tenemos en común. Podríamos ser grandes amigas, ¿sabes?

   —Vale —Elsa levanta un puño cerrado, que María mira sin comprender—. Es un choque. Así me saludo con mis amigas… o lo hacía.

   Al ver el pequeño puño suspendido en el aire, María nota cómo se remueven sus sentimientos.

   —Acabas de hacer una. 

   Con el codo alzado, responde el choque. Las dos sonríen. Entonces descubre a Elsa mirando su sándwich.  

   —¡Ah! ¿Quieres un poco?

    —Tengo muy poco dinero…

    —Tonterías —se lo tiende—. Quédatelo. Yo tengo unos kilitos de más y tú necesitarás fuerzas para crecer. Sobre todo en una ciudad como Madrid.

    —Gracias. Por cierto, me encanta tu pañuelo. El rojo es mi color favorito.

    —¡El mío también! ¿Ves? Estábamos destinadas a encontrarnos aquí, en esta pequeña parada —mira su pañuelo—. Lo compré en una estación de autobuses, pero ya está muy desgatado.

    «Como los sentimientos que me hicieron comprarlo».

    Elsa coge el sándwich, lo desenvuelve y le da un enorme mordisco. María la observa con detenimiento, deseando por un instante que el mundo se detenga para quedarse allí más tiempo, en ese pequeño oasis del pensamiento, aún lejos de su destino. 

   De pronto, Elsa la saca de sus reflexiones con un gesto brusco.

    —¡Eh! ¡Mira ahí! —Señala con un dedo hacia fuera—. ¿Lo ves?

    —¿El qué? —María busca con la mirada a través de la cristalera, pero solo distingue el pequeño patio de mesas, los dos autobuses de ALSA estacionados, la carretera como una gigantesca y zigzagueante serpiente gris y las montañas al otro lado—. ¿El qué? No veo nada.

    —Oh, ya se ha ido —Elsa chasquea la lengua—. Justo ahí, en la esquina, había un pajarito con plumas de colores. Se ha puesto a revolotear, picando migas de pan, y ya se ha ido. Era tan bonito.

    —Qué pena. —María vuelve a mirar por la ventana, y se da cuenta de que los pasajeros ya están subiendo a ambos autobuses—. Parece que hay que irse ya.

    Ambas se levantan y caminan juntas hasta sus respectivos autocares. Son las últimas que quedan por subir. Elsa la mira.

    —No quiero irme. No quiero estar sola.

    María se agacha junto a ella y le mira a los ojos, de un verde pistacho vivo y brillante.

    —Yo tampoco quiero irme, pero sí necesito estar sola. Es lo que hace falta para encontrarse a una misma. O eso dice mi psicóloga —suspira con fuerza y le da un tironcito de la oreja—. También es lo que hace falta para hacernos mujeres vulnerable. ¿Nos vamos, amiga? Estoy segura de que nos volveremos a encontrar.

    Elsa le devuelve el choque, y se dan un abrazo, que solo rompen cuando los conductores hacen sonar las bocinas. Se dedican un último vistazo, y sube cada una a su vehículo.

    Una vez en su asiento María busca con la mirada a la pequeña Elsa, pero no consigue encontrarla, y cuando retoman la autovía se descubre a sí misma cubriéndose la boca, con los ojos anegados en lágrimas. De algún modo, ese corto contacto con la niña desconocida le ha reconfortado el corazón. Cuando vuelve a despertar, ya ha llegado a la estación de Granada.

   Y entonces lo ve, solo por un instante. Sin estar muy segura de si pertenece a una alucinación de ensueño o la realidad, María atisba un pequeño pájaro con plumas de colores, revoloteando cerca de su ventana. Cuando desaparece volando por encima del autobús, descubre a su abuelo esperándola. Está solo, en pie, con los hombros caídos, el rostro atacado por las arrugas y el sombrero entre las manos. Como una chiquilla, María rompe a llorar de sentimiento y corre para abrazar a su abuelo… no sin antes quitarse el lazo rojo del cuello, que ha conservado durante treinta años, y tirarlo a la basura del autobús.  

    —Feliz cumpleaños, Elsita. —le dice, acariciándole el pelo, la voz temblorosa—. Te he echado de menos, y siento que hayas tenido que volver por una cosa tan triste.

    —No. Lo siento yo, por haber tardado tanto.

    Y por un momento, Elsa María se convierte en una niña en brazos de su abuelo.

    

   Treinta años antes, Elsa pisa por primera vez en su vida la estación de autobuses de Madrid. Mientras espera a que lleguen sus tíos a recogerla pasea por las tiendas, hinchada de rabia hacia sus abuelos por no poder cuidar de ella. Va pensando sobre esto cuando ve algo que llama su atención, y se detiene. Los hoyuelos de sus mejillas florecen con su sonrisa. El ajetreo de la estación se hace más vivo por momentos.

   Elsa se reajusta la mochila a la espalda, se guarda la foto en el bolsillo y entra en la tienda de los pañuelos rojos engalanados con flores doradas.  


FIN

 

 

 

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