Ir al contenido

Cesta

La cesta está vacía

Primeros capítulos Gratis de 'Seas quien seas, te quiero' de Óscar Sorialez

2 CAPÍTULOS GRATIS DE

"Seas quien seas, te quiero", de Óscar Sorialez

 

El comienzo de esta historia está inspirado en hechos reales, y algunos de los acontecimientos que ocurren, aunque parezcan poco probables, sucedieron así de verdad.

 

1

Marina se levantó de golpe, con el pelo revuelto y un punzante dolor de ovarios. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, nerviosa. Antes siquiera de apagar la alarma, Marina abrió el ordenador y revisó la presentación por última vez, mordiéndose las uñas. La luz blanquecina de la pantalla iluminaba sus ojos, temerosos e ilusionados. Guardó los archivos, cerró el portátil, desconectó su pen drive de Olaf y salió pitando hacia el baño.
     Marina iba a tener la mañana más importante de su vida, aunque tuvieron que pasar varios años para que se diera cuenta.
     Dos horas más tarde, el hombre con quien había tenido la reunión se levantó y se fue, dejando sobre la mesa un billete de diez euros y un montón de exigencias. Fue como si le hubiese caído una ola fría por encima. Marina se quedó sentada, escapando de allí con la mirada, aguantándose las ganas de llorar. La acababan de mangonear, humillar, infravalorar. Y ella se había quedado muda, creyendo que se lo merecía por haber llegado cinco minutos tarde. El carácter del que tanto se enorgullecía se le había escurrido entre los dedos como granos de arena, pero tenía otra reunión en media hora y no podía permitirse el lujo de derrumbarse.
     Abrió una carpeta y empezó a meter en ella las pruebas de impresión que había pagado de su propio bolsillo para sorprender al cliente. Estaba tan distraída que empujó el té apenas sin probar y lo derramó sobre los papeles. Eso fue más de lo que pudo soportar. Soltó un grito contenido, cogió su bolso y se apresuró hacia el interior de la cafetería. Su objetivo era llegar al cuarto de baño antes de romper a llorar como una niña pequeña que vestía con americana para creerse importante y tratar con los adultos.
     Marina atravesó el pequeño establecimiento sin hacer caso de las miradas confusas de los empleados. Una vez en el baño, se miró al espejo. Tenía el rímel corrido y muchas ojeras.
     Viendo que otra chica iba en dirección al aseo, se apresuró a meterse en él y cerrar con más fuerza de la que pretendía. Se oyó un crujido de madera partida y Marina se quedó con el pomo en la mano.
     Tras un breve instante de estupefacción, probó a empujar la puerta. Volvió a encajar el pomo y a girarlo. Nada. Echó el pestillo, pero ya no volvió hacia atrás. Estaba atascado. «Estoy encerrada». Contuvo unas ganas tremendas de gritar.
     —Joder —musitó.
     Marina se tapó los ojos con las manos y se puso en cuclillas mirando hacia el suelo. Los ovarios le dolían a rabiar.
 
Mateo se despertó con un tema aleatorio de su habitual lista «Un buen día» de Spotify. Lo apagó pronto, para no molestar a Marina, y se deslizó con cuidado fuera de las sábanas. La tímida luz del amanecer se filtraba a través de la persiana y caía sobre su cuerpo en forma de pequeñas líneas horizontales. Sentado en el borde de la cama, tomó un sorbo del vaso de agua que tenía en la mesita y recitó en voz baja su mantra habitual:
     —Muchas gracias, Universo, por la buena vida que tengo. Hoy va a ser un día de… de lujo —sacudió la cabeza para despejarse el sueño y, al incorporarse, no se dio cuenta de que tenía el móvil en la mano, aún conectado al cable, que se tensó y empujó el vaso de agua al suelo. Justo entre sus pies descalzos.
     Mateo se estremeció ante el ruido de cristales rotos, no tanto por el estropicio sino por temor de despertar a Marina. La miró por encima del hombro. Era increíble. ¿Cómo podía estar tan profundamente dormida? «A estas alturas, ya sí que tiene que dormir por dos». Mateo salió del cuarto de puntillas y volvió con un trapo y una escoba.
     Lo curioso es que, mientras limpiaba en silencio, no pensó que aquello pudiera ser un aviso del Universo, indicándole que el día no iba a ser tan bueno como esperaba, y que, antes de la hora del almuerzo, no sería capaz de encontrar ni un solo motivo para sentirse agradecido.
   Se puso el uniforme de la cafetería donde trabajaba desde hacía cinco años. Mientras se ajustaba los tirantes con un latigazo, podía ver el brillo en sus ojos. Combinaba dos trabajos (tenía que ahorrar para la boda y el bebé), apenas dormía seis horas diarias, había engordado cuatro kilos y tenía que hacer malabares con su tiempo para tomarse una cerveza con los amigos. Pero era feliz porque, por una vez en la vida, se sentía en paz, y los ronquidos suaves que salían de debajo de las sábanas (aunque fuera agosto, Marina dormía tapada hasta la frente) le generaban erupciones de serotonina.
          Mateo terminó de peinarse ante el espejo del baño, donde tenían, en un lateral, algunas polaroids de sus viajes: Londres, Florencia, la India… Se quedó embelesado con una de Londres en la que salían ellos dos con la cara ampliada y pixelada en una mueca divertida. Sonrió sin darse cuenta, se secó las manos y volvió a la habitación para ponerse los…
           —¡Cagoen…! — Una punzada de dolor le hizo saltar a la pata coja. Mateo se miró la planta del pie. Tenía un reguerillo de sangre y un diminuto cristal clavado justo en el arco. Intentó sacarlo con la uña, sin éxito. Miró el reloj: las siete y media. «¡Otra vez tarde!». Se limpió la sangre con el calcetín y se puso los zapatos.
     Antes de irse, le destapó el rostro a Marina y le dio un beso en los labios que consiguió arrancarle un ronroneo gustoso. Luego bajó hacia la abultada barriga.
    —Adiós, mi capitana. Cuida de mamá hasta que vuelva —le dio un beso por debajo del ombligo y fue correspondido con una patadita. Sintió un súbito arranque de emoción. Todavía le faltaban seis semanas para nacer, pero ya estaba ansioso por verla.
     Como Marina siempre decía: «La vida es un barco que navega por el océano y el amor es el capitán que necesita para no irse a pique cuando hay tormenta».
 
—¡Ayuda! ¡Por favor! —Marina golpeó la puerta con un puño—. ¡Me he quedado encerrada!
       La chica a la que había adelantado para meterse en el baño le dijo que iría a buscar ayuda. Al poco rato, Marina oyó unas pisadas corriendo y una voz masculina que refunfuñaba.
       —¿Qué ha pasado? —preguntó el hombre.
       —Se ha atascado el pestillo y la puerta no se abre —Marina terminó de rehacerse la coleta y se secó las lágrimas.
Se dejó la manga de la americana llena de churretones de rímel corrido, lo que la obligó a soltar un mudo grito de ira.
       Tras un momento de silencio, en el que Marina se imaginó al hombre respirando con los ojos cerrados para contener el estrés, la puerta se agitó violentamente con un traqueteo frenético.
       —No se abre.
       —Tengo una reunión en veinte minutos. ¿No puedes romper la puerta?
       —¿Romper la puerta? —el hombre se echó a reír—. Voy a tener que ir a por la caja de herramientas. Espera un momento ―refunfuñó mientras se alejaba.
      Marina estaba tensa, con los músculos más pinzados que el pestillo de la puerta. Se sentó en el retrete y suspiró. No podía sentirse más ridícula. Más desgraciada.
      Rebuscó con movimientos nerviosos en su bolso hasta dar con el Ventolín y un Enantyum líquido. Una vez medicada, respiró hondo, relajó el cuello y se sentó con la espalda recta. Había empezado a asistir a clases de yoga y meditación, y su maestra siempre decía que las situaciones de estrés son las mejores para practicar. Bien, pues eso haría.
     Apenas cuatro segundos después, abrió los ojos y cogió el móvil para avisar de que llegaría tarde a la reunión. Empezó a morderse las uñas. Mala señal. Y mala idea. Se las hizo el día anterior, pero era incapaz de parar.
      Nuevos pasos se acercaron. Más ligeros. Más calmados. Llamaron a la puerta.
      —¡Ocupado!
      Al instante, algo blanco y con forma redondeada se deslizó por la ranura del suelo.
      —¡Ya lo sé! ¿Me oyes? —dijo una voz al otro lado.
Marina oyó que arrastraba algo y se sentaba.
      Marina tardó en responder.
      —¿Quién eres?
      —Trabajo aquí. Mi jefe me ha encargado que te vigile para que no te cargues la puerta.
       Marina se mordió la lengua con tanta fuerza que creyó que se haría sangre. Señaló el disco blanco a sus pies, sin atreverse a cogerlo.
      —¿Qué es esto?
      —Un regalito, por las molestias. Espero que te guste.
      Marina se inclinó a cogerlo. Era una servilleta que envolvía algo que olía muy bien…
      De fondo, en la cafetería, empezó a sonar Los días raros, de Vetusta Morla.
 
Café con Libros era una de esas cafeterías llena de madera blanca y con las paredes a rebosar de novelas de segunda mano. Era un trabajo duro y agradable a la vez. A pesar de las muchas horas y el poco sueldo, había buen ambiente y quedaban propinas decentes.
      —¡Hoy ha llegado un crucero! —anunció Jacobo, el dueño, mientras Mateo y sus otros compis se ponían el delantal—. Ya sabéis lo que significa.
      —¡Me pido terra! —Mateo fue el más rápido.
     Sus compañeros se quejaron. El primero en anunciarlo sería el que atendería la terraza junto con Sara, que era donde más pararían los extranjeros y dejarían mejores propinas. Pero ninguno dijo nada porque sabían que Mateo necesitaba ese pequeño extra más que ningún otro.
      —¡Adjudicado! —Jacobo le señaló con su dedo regordete—. ¿Has hecho los ejercicios de memoria que te dije?
       —Ya sabes que no me hacen falta —Mateo sonrió. Jacobo consideraba de mal gusto usar un papel y un boli para apuntar las comandas.
       —Hoy va a estar movidita la cosa —Sara le puso un café enfrente y dio un sorbo al suyo propio.
       —Eso es lo que me gusta —Mateo se acabó el café ardiendo de dos tragos.—. Hoy vengo a tope.
      Llegó el tsunami. Las mesas se abarrotaron enseguida y, al cabo de una frenética hora de trabajo, a cada paso que daba, un punzante dolor en la planta del pie recordaba a Mateo su torpeza matutina. Pero no pensaba permitir que eso redujera su rendimiento.
      —¡Jaco! —Mateo llegó apresurado a la barra—. Dos cortados, una nube, una victoria fresquita y dos… dos…
       Jacobo se giró como un resorte y le fulminó con la mirada. Mateo se echó a reír.
      —Es broma, hombre. Dos tartas de la casa.
          —Pues llévate esto para la cinco —puso unas tazas humeantes en la bandeja—. ¡Eh! Y a la próxima bromita te quedas sin extra de Navidad.
       Mateo fue a replicar con una sonrisa cuando llegó Sara corriendo y gritando con voz chillona.
      —¡Mateo! —casi le placa con el ímpetu. Llevaba algo en la mano. Su móvil. Por poco se le detiene el pulso y se le cae la bandeja—. He ido un momento a nuestro baño y he escuchado que no paraban de llamarte y no he podido no mirar —le brillaban los ojos.
        Mateo le arrancó el móvil de las manos. Tenía siete llamadas perdidas de Marina y quince whatsapps. En las notificaciones solo podía leer: «Mateo, por tu madre, como no…». Se le escapó un grito y dejó la bandeja sobre la barra.
            —¡Ja-jacobo! —le enseñó el móvil.
            El viejo empresario abrió los párpados y se sobresaltó. Miró un instante hacia la terraza, a reventar de clientes. Sacudió la cabeza e hizo un gesto con el trapo que tenía en la mano, como si fuera una carrera y le diese la señal de salida.
            —¡Corre! ¡Vete, niño!
            Mateo miró a Sara y a sus otros compañeros, a los que iba a dejar colgados frente a la marabunta. Ellos le gritaron y le empujaron para que se fuera corriendo.
            —¡Muchas gracias! —Mateo se fue con el delantal puesto, sin apenas notar el pinchazo del pie—. ¡Acuérdate de ir gestionando mi baja por paternidad!
 
—Pues eso… —Marina se metió el último trozo de galleta con pepitas de chocolate en la boca—. Todavía estoy empezando, así que tengo que tragar hasta que pueda elegir mejor a mis clientes.
            —Y una mierda. Tienes que hacerte valer.
            —Soy lo peor —Marina hundió el rostro entre sus manos.
            —No digas eso —Mateo hizo un movimiento, y Marina oyó cómo otra galleta envuelta con esmero entre dos servilletas se deslizaba bajo la puerta. Se lanzó a por ella como un león sobre una gacela, la desenvolvió y la engulló sin importarle las migajas que le caían por la barbilla. Era de arándanos—. Están mejor con café, pero solo se me ocurre una forma de pasártelo y no es muy higiénica.
            —Está bien así —tras una pausa, añadió—. Gracias por hacerme compañía. Pero ¿no tienes que servir mesas o algo?
            —Nah. Se apañan bien sin mí. Si soy el novato, de todas formas.
            —¿Me estás usando como excusa para escaquearte? Tu jefe no parece muy amable.
            —Tiene un mal pronto, pero es buen tío. Me dio trabajo cuando ni mi madre me quería en casa.
            —¿Y eso? —por algún motivo, lo pregunto con sinceridad. Quería profundizar, conocer un poco más a esa voz al otro lado de la puerta. Mateo carraspeó.
            —No quiero aburrirte con mi vida. Además, estoy haciendo un trabajo importante. Te estoy entreteniendo… para que te quedes lo más contenta posible y no nos hundas en Tripadvisor.
        —Eso depende.
        —¿De qué?
       —De si me das más galletas.
       —Era la última —se apresuró a decir Mateo. Hubo un silencio incómodo. Mateo soltó un gemido como si se estuviera estirando—. Bueno… en realidad es una situación chula, ¿no? En plan, cada uno a un lado, charlando, sin saber cómo soy yo.
       —Seguro que te he visto al entrar.
       —No creo, yo estaba en el almacén.
       —¿Entonces? ¿Cómo me has visto tú a mí?
       —Te estoy viendo ahora —la voz se acercó a la puerta—. Veo a través de las paredes.
       —¿Ah sí? ¿Y qué llevo puesto?
       —¿De verdad quieres que juguemos a eso?
       Ella se ruborizó, y por un momento dio gracias de estar encerrada.
       —No —se aclaró la garganta y negó con la cabeza—. Dime, ¿qué ves?
       —Pues mira: estás sentada en el váter, con los codos apoyados sobre las rodillas. Eres morena, de unos treinta y dos años, un poco bajita. Llevas el pelo suelto hasta la cintura, con rastas, y tienes los ojos muy juntos. ¿Cómo te quedas?
       —Dios mío —Marina intentó sonar sarcástica y seca—. Lo has clavado.
       —Estás sonriendo, ¿a que sí?
       —No —Marina se enfadó consigo misma al darse cuenta de que en realidad sí sonreía, y usó sus propias manos para bajarse las comisuras de los labios.
       Aquella situación habría sido divertida, incluso excitante, en otro momento. Pero seguía agobiada por la reunión y atormentada por el dolor de regla. Su próximo cliente la había dejado en visto sin responder al aviso de retraso. Exhaló un hondo suspiro.
       —¡Dioooos! ¡Es el puto peor día de mi vida!
       —Bueno, mujer. Hay cosas peores.
       —¿Sí? ¿Cómo qué?
 
Mateo llegó junto a Marina cuando ya había empezado el parto. Fue un parto difícil, a pesar de venir el bebé prematuro, porque a Marina le estaba costando dilatar. Le ofrecieron la cesárea, pero se negó. Quería un alumbramiento natural. Como era ella: una diseñadora yogui, realfooder y un poco espiritual. Pero, tras varios intentos, tuvo que ceder a que le pusieran fórceps para forzar la dilatación.
       —¿Cómo vas, cariño? —Mateo se asomó para mirar ahí abajo y, al ver la sangre, se le aflojaron las rodillas.
       —¡No mires joder, gilipollas! —Marina le apretó la mano con fuerza inhumana e hizo un esfuerzo por controlar su respiración—. ¡Como te desmayes, te reviento! ¿Dónde coño estabas? ¿Por qué has tardado tanto? ¡Ahhh!
       —¡Perdón! ¡Perdón! —respiró hondo—. Venga, tú puedes.
        Transcurrieron casi dos horas de gritos, sudor, apretones de mano y exclamaciones al cielo intercaladas por una dosis casi idéntica de insultos y palabras de amor. Entonces hubo un instante de silencio y, justo después, el milagroso llanto de una niña sacudió el mundo. La galaxia. El universo de Mateo. Ya estaba ahí. Ya era real. Mateo se sintió de pronto aturdido, incorpóreo, como al borde resbaladizo de un abismo con unas vistas preciosas, pero abismo, a fin de cuentas. Se sujetó a la mano de Marina para no caerse.
            —Dádmela —Marina estiró un brazo—. Por favor.
            —Lo has hecho muy bien —una sudada enfermera le entregó al bebé—. Enhorabuena.
            Pasados unos minutos, Mateo cogió a Gala para que las enfermeras pudieran sacarle la placenta a Marina, aplicarle las curas y llevarla a una habitación más cómoda.
            —Os dejaré quedaros un poco más con la niña —le dijo la enfermera a Mateo—. Pero no mucho, que lo que necesitan tanto la mamá como la niña es descansar, ¿vale?
            —Vale —Mateo se sentía flotando, como si algún dios benevolente hubiera soplado una pompa de amor que los envolvía a los tres y los protegía del mundo exterior. Le dio la niña a Marina y se sentó a su lado—. Dios mío… aquí está Gala… Pensaba que los bebés eran feos. ¿Cómo has podido crear una cosa tan bonita?
            —Cuando te miro la cara, yo también me lo pregunto —Marina soltó una risita, agotada, y le acarició la mejilla. Luego, cerró los ojos—. Necesito dormir un poco.
       —Vale —como pudo, Mateo se acercó la silla a la camilla y recostó la cabeza junto a la mano de Marina.
Mateo se quedó dormido.
            Si la vida fuera justa. Si hubiera un Dios verdaderamente bueno en algún lugar, ese instante habría sido el inicio de un placentero descanso. Luego habrían vuelto a casa ilusionados por estrenar por fin todas las cosas de bebé que les habían ido regalando. La presentarían a sus familiares y amigos con los ojos haciendo chiribitas y se enamorarían de ella con cada cambio de pañal, cada nuevo gesto, cada gran logro, como su primera palabra o sostenerse en pie sujeta a los dedos de su padre.
            La pompa que los envolvía estalló con un sonido de salpicadura. Plip, plip, plip. Era agradable, como un goteo rítmico, pero tan insistente y agorero que acabó despertando a Mateo.
 
       —¿Cuál es tu color favorito? —le preguntó Mateo.
       —El mostaza.
       —¿De verdad? ¿Llevas algo mostaza ahora mismo?
       —Ya he dicho que no quiero jugar a eso —Marina pensó en sus braguitas mostaza favoritas que se había puesto para que le dieran suerte en la reunión.
       —¿Y tú número?
       —El tres.
       —Me refería al de móvil.
       —Buf, qué malo —replicó ella, intentando, ya en vano, que no se desvelara en su tono la sonrisa que había amanecido en sus labios.
       En ese momento llegó Jacobo, refunfuñando. Se agachó junto a la puerta y empezó a quitar los tornillos del pomo. Había cuatro. Marina contenía el aliento cada vez que cesaba el ruidito. Se le olvidó el dolor de regla y su preocupación por llegar tarde. En cualquier instante, la puerta se abriría. ¿Por qué le generaba tanta expectación verle el rostro a ese chico? ¿Sería guapo? ¿Rubio? ¿Moreno? ¿A caso importaba? Se sacudió las migajas de galleta de la barbilla y se limpió las ojeras de maquillaje que le habían provocado las lágrimas.
       El último tornillo, al parecer, se le escapó a Jacobo de las manos, porque cayó al suelo con un sonido de salpicadura, como de una gota vertida desde cierta distancia sobre un vaso de agua. Plip.
 
—Cariño… —susurró Mateo, acariciándole la mano.
Estaba fría. Marina no respondió. Mateo levantó la cabeza y la miró conteniendo el aliento. Había algo raro. Estaba demasiado inmóvil. Demasiado pálida. Tenía los ojos entreabiertos. Su pecho no se movía. Le tembló la voz.
—¿Cariño?
            Mateo se levantó precipitadamente. Fue entonces cuando vio que el colchón estaba empapado hasta tal punto que la sangre goteaba hacia el suelo, formando un charco escarlata que le llegaba hasta los pies.
Mateo se llevó las manos a la cabeza, incapaz de procesar la realidad. La visión de tanta sangre le hizo desfallecer, pero de algún modo puso a trabajar sus temblorosas piernas y corrió hacia el pasillo.
       —¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡POR FAVOR! —volvió junto a Marina, nervioso, sin saber qué hacer.
       Solo habían sido dos minutos. Solo dos minutos. La miró a la cara. Inexpresiva. «No…».
            Gala empezó a llorar histéricamente. Mateo la cogió en brazos con dificultad, pues Marina, a pesar de tener la cabeza inerte, sujetaba a su hija con fuerza. La enfermera de antes llegó corriendo y se quedó congelada durante un instante. Enseguida apareció más personal sanitario que se puso a trabajar.
Mateo estaba a un lado, sujetando a Gala con torpeza. Oyó que alguien gritaba.
       —¡Sacadlo de aquí! —gritó la enfermera.
       Alguien lo cogió del brazo y lo empujó fuera de la habitación. Entonces se dio cuenta de que era él quien gritaba.
            Mateo se quedó en mitad del pasillo, los oídos le pitaban. Las paredes perdieron sustancia y el suelo se volvió de gelatina. En cierto modo, esos extraños minutos fueron un limbo maravilloso. La calma antes de la tormenta. Una caída libre sin paracaídas. Pareció una eternidad después, cuando alguien abrió la puerta. El doctor tenía el uniforme manchado de sangre y la mirada descompuesta. Mateo se quedó petrificado. Podía oír el llanto de una enfermera desde el interior de la habitación.
            —Mateo, quizá quieras sentarte…
       —No.
       El médico suspiró y se puso a hablar. Mateo apenas oyó unas palabras sueltas como «lo sentimos», «sangrado», «capilar interno de la matriz», «primera vez en cincuenta años» o «muerte placentera». A partir de lo último, su cerebro desconectó.
       Con movimientos lentos e indiferentes, Mateo le entregó el bebé al médico, que se quedó a mitad de una frase, perplejo, y se fue corriendo.
 
—Pues esto ya está —Jacobo abrió la puerta.
       Marina dio un repullo por la brusquedad con que lo hizo. Allí estaba Mateo, en cuclillas, mirándola con sus penetrantes ojos verdes, con una galleta en la mano y cara de sincera sorpresa.
       Marina se quedó inmóvil durante un instante. Se apartó el pelo de la cara y sonrió, aliviada y tímida, al chico que tenía delante, fuera quien fuera.
 
 
 
 
2
 
Esa noche, Mateo fue a casa de sus padres mientras su hermana le cogía algunas mudas en su apartamento. Al quitarse los zapatos, comprobó que tenía el calcetín blanco ensangrentado. Casi le dieron ganas de reírse por lo insignificante que resultaba el dolor de la planta del pie. Aun así, su hermana se dio cuenta y lo convenció para que le dejara curárselo (aunque, ni siquiera con pinzas, fue capaz de sacar el cristalito).
            Mateo se acostó mirando fotos con Marina en su Instagram, sin atreverse a abrir la conversación de WhatsApp, donde aún había catorce mensajes sin leer, y sin dejar de pensar con un nudo en el estómago en la recién nacida, que se había quedado en el hospital al cuidado de su abuela paterna.
       Le sorprendió quedarse dormido con tanta facilidad, aunque no con profundidad. Más bien podría decirse que su cerebro sucumbió al brutal cansancio que sentía, pero no descansó. Su conciencia se quedó flotando en el umbral de los sueños, donde las sombras eran más difusas y terroríficas. Tuvo pesadillas que no fue capaz de recordar.
       A la mañana siguiente, Mateo llamó para dejar sus dos trabajos.
       —No hay problema, chico —le dijo Jacobo—. Sabes que aquí tienes tu casa, de corazón. Y si alguna vez quieres volver, tienes la puerta abierta —hubo una pausa—. Te vamos a echar de menos. Cuídate. Y… lo siento. De verdad que lo siento.
       «Te lo agradezco, Jacobo… pero no sientes una mierda».
       —Gracias, Jacobo.
       A la hora de la comida Mateo vio en la cara de sus padres que no se lo tomaron con tanta filosofía.
       —¿Lo has pensado bien? —Paolo, su padre, lo miraba con el moreno entrecejo fruncido desde el otro lado de la mesa—. Sé que estos momentos son…
       —Sí, lo he pensado bien —respondió sin mirarle.
       Carla, su hermana adolescente, le hizo una suave caricia en el antebrazo y le lanzó una contundente mirada a su padre. Ella era la única que todavía no había intentado darle la brasa con ánimos inútiles o palabras vacías de comprensión. Nunca habían sido los mejores hermanos, pero en esos momentos parecía la única que sabía cómo tratarlo.
       —¿Y qué piensas a hacer…? —insistió Paolo.
       —Viviré de los ahorros de la boda —dijo despacio.
       Le costaba pronunciar cada letra y le resultaban chocantes esas escenas cotidianas. ¿Cómo podía seguir comiendo, charlando, yendo al baño? ¿Cómo podía mantenerse su realidad si faltaba la pieza más importante? ¿Cómo podía seguir respirando? ¿No debería detenerse el mundo, aunque fuera solo un minuto?
       «Está muerta… muerta de verdad».
       —Creo que tu padre se refería a Gala… —se atrevió a decir la madre por fin, que se veía agotada por la noche en el hospital.
Mateo dejó bruscamente los cubiertos en la mesa, se levantó y se metió en su habitación.
 
La mañana del funeral, mientras su hermana y su madre terminaban de maquillarse, Mateo se quedó a solas con su padre en el viejo salón.
       —Eres un cobarde —sentenció Paolo mientras se ajustaba su chaqueta verde frente al espejo. Tenía una voz contundente, rasgada y profunda. Los labios le temblaban—. Un hombre no abandona a su hija, aunque se le esté cayendo el corazón a pedazos.
      Mateo se quedó en silencio hasta que salieron las mujeres listas para irse.        Carla se deshizo en disculpas por la tardanza: el eyeliner se le corría todo el tiempo y tuvo que repetirlo cuatro veces.
Hacía un día espléndido. No llovía, como en las películas. El sol brillaba alto a las diez de la mañana y corría una brisa refrescante que arrastraba en el aire el olor de las flores y los cipreses.
       Fue una ceremonia bonita, sencilla. Marina no tenía un testamento, pero siempre había dicho (en las clásicas conversaciones profundas con amigos a altas horas de la noche) que no quería una ceremonia apagada y triste: quería que todos se vistieran con los colores más vivos que tuvieran.
       Mateo iba con una simpática camisa hawaiana que contrastaba con sus hombros caídos y su cara fúnebre y ojerosa, incapaz de esbozar la más mínima sonrisa. Sus labios habían muerto en el instante en que lo hizo Marina. Le enfurecía oír cantar a los pájaros. Le irritaba el sol radiante en sus ojos. Carla no se separó de su brazo en ningún momento, salvo cuando le tocó decir unas palabras.
       El discurso no fue importante. Apenas cuatro líneas que creía apropiadas para la ocasión. Lo importante vino luego, cuando su suegra, María, le puso una mano suavemente sobre el bíceps y lo apartó un poco de la muchedumbre. Era una mujer menuda, de casi sesenta años, ojos grandes y atentos, tan brillantes como los de su hija, y un aura mística a su alrededor. Marina siempre le había dicho a Mateo que su madre era medio bruja, que tenía un sexto sentido. Cuando le daba una intuición sobre algo, era casi como si predijera el futuro.
       Mateo se puso tenso. Aunque María estuviera sonriendo, nunca podía saber por dónde le saldría su suegra. De repente, abrió el bolso y sacó algo de él.
       —Llevo estos dos días buscando entre las cosas viejas de Marina… Anoche encontré esto —le entregó el bulto.
       Al cogerlo, al notar el peso en las manos, Mateo sintió una descarga eléctrica recorriéndole los brazos. Se le erizó el pelo de la nuca. Era una caja rectangular envuelta en un pañuelo verde menta. En la cerradura había un candadito abierto.
       —¿Qué es?
       —Puedes abrirlo, si quieres.
       Lo hizo, y dentro encontró una libreta rosa palo encuadernada con anillas doradas. Estaba desgastada, llena de manchurrones y con docenas de post its de colores sobresaliendo entre las hojas.
       —¿Esto es…?
       —Su primer diario, de cuando tenía quince años —María sonrió. ¿Cómo podía sonreír tanto? Y le cogió una mano entre las suyas—. Anoche no dormí leyéndolo. Es una maravilla. A ratos me reía a carcajadas y a ratos tenía que apartar el libro para no estropearlo —el brillo de sus ojos tembló levemente—. Me gustaría que le echaras un vistazo, creo que… hay un mensaje para ti.
       —Pero si lo escribió hace diez años… ahí ni siquiera nos conocíamos.
       —Tú léelo —le dio una palmadita en las manos. Mateo sintió un escalofrío.
       Se dieron un abrazo y María dio media vuelta para marcharse. Mateo balbuceó, se le tensaron los hombros y se le aflojaron las rodillas, pero no logró que le salieran las palabras. «Mi padre tiene razón. Soy un cobarde».
A los dos pasos, como si lo hubiera sentido, María se giró de nuevo.
       —No hace falta que digas nada —sus ojos se anegaron—. Sobre Gala… por el momento, se quedará en el hospital. Nos iremos turnando para visitarla. Estará bien —Mateo fue a decir algo. María le cortó con un gesto. Fue mejor así. Si decía una sola sílaba, rompería a llorar—. Si nos la llevamos nosotros, o tus padres, tememos que nunca te hagas cargo de ella. Pero no te preocupes.   Tú lee el diario y, cuando estés listo, recupérala.
       María se marchó. Mateo se quedó allí plantado, con la cabeza gacha, su camisa floral ondeando al viento, el diario de Marina entre las manos, un nudo en el estómago y dos lágrimas rodando por sus mejillas.
****
¿Te ha gustado? ¡Espero que sí! Para seguir leyendo, puedes conseguir el libro dedicado y con Envío Gratis (solo hoy) pinchando en este link.
También disponible en librerías, y en Amazon (pinchando aquí).